¿Cómo se conoce un territorio?
12 de abril de 2025
A lo largo del tiempo y la ciudad, la respuesta parece abrirse más que cerrarse. Conocer un territorio no es fijarlo en una imagen ni aprehenderlo en una lista de coordenadas; bien se decía que el mapa no es el territorio – entrar en una danza con algo que cambia, que se mueve, que se rehace con cada habitante, con cada tránsito, se plantea: ¿se llega alguna vez a conocer un territorio?
Desde un hablar situado en los márgenes de Santiago —donde aún sobreviven potreros, zanjas, quebradas, sitios eriazos que escapan a la lógica del mall o del condominio— el territorio se muestra como una superficie en disputa. Hay allí materia viva, memoria, pero también despojo. Esos espacios son a la vez orilla y centro para quienes los habitan: niñeces que juegan entre pastizales, abuelas que recogen hierbas, perros que deambulan. No son postales: son territorios en mutación, en un decurso histórico en el margen de operaciones con fines neoliberales de la co-fraternidad.
En ese movimiento entra la noción de desterritorialización; lo que parecía estable se suelta, se corre, se reinventa. El mapa que dibujamos ayer ya no coincide con el andar de hoy. Las comunidades que antes habitaban un sector han sido desplazadas, pero otras resisten, reconectan, transterritorializan el espacio. Lo que fue baldío se vuelve huerta. Lo que fue frontera se vuelve centro de encuentro. En esa transformación, el territorio se fuga —no por desaparecer, sino por no dejarse capturar por completo.
Tal vez por eso, más que conocer un territorio, lo que hacemos es relacionarnos con él. A ratos creemos conocerlo, y al día siguiente ya no está igual: hay una nueva planta creciendo en la grieta, una calle rebautizada con memoria, una calle vandalizada con un hermoso graffiti, una calle con miedo al recuerdo pintada de un color pálido, y otras mixtas que toman formas de comunidad. Es el ritmo de una ciudad mestiza, viva, fracturada pero también con una magma fértil.
En ese flujo, atravesados por la imposibilidad del conocer, el comprender el territorio es dejarse enseñar por lo que permanece y por lo que cambia. Es reconocer el saber de los pueblos del Abya Yala que cuidan sin poseer, que leen el suelo como se lee una piel, con respeto y sin romantizar sus guerras floridas. Es oír cómo el Mapocho aún murmura bajo el concreto, y notar sus pelusas hoy devenidos en insurgentes del sename en primera línea, dando en el calor de la inmanencia sobreviviencia nuevos glosarios no registrados por la RAE – Es mirar al cerro como lugar sagrado que cohabita con lo profano, y no como mero estorbo urbanístico.
El territorio no se ofrece como objeto, sino como vínculo. Y ese vínculo, como toda relación profunda, se rehace cada vez. Taxativamente puede pensarse que no hay conocimiento total, pero sí una escucha atenta, una disposición al asombro, éticas del cuidado, un empaparse materialmente en un río del que no estamos dos veces en el mismo.
Por eso, más que responder “cómo se conoce un territorio”, la pregunta queda atenta para el afloramiento del hado poético, sin cerrarse, donde se exprese “Amo las materias / hechas para el uso, / sin forma ni rostro, / pobres, impasibles…” (G. Mistral, Elogio a las materias).
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