El Mensaje - Clarice Lispector
La Legión Extranjera - 1964
Al principio, cuando la joven dijo que sentía angustia, el muchacho se sorprendió tanto que se sonrojó y cambió rápido de tema para disimular el aceleramiento de su corazón.
Pero desde hacía mucho tiempo –desde que era joven– él había superado precipitadamente el simplismo infantil de hablar de los acontecimientos en términos de "coincidencias". O más bien –tras evolucionar mucho y no volver a creer nunca– consideraba que la expresión "coincidencia" era un nuevo truco de palabras y un engaño renovado.
Así, una vez que se tragó emocionalmente la alegría involuntaria que le había causado la coincidencia en verdad asombrosa de que ella también sintiera angustia, se vio hablando con ella de su propia angustia, ¡y con una chica además! Él, que del corazón de una mujer sólo había recibido el beso de su madre.
Se vio charlando con ella, ocultando con sequedad la maravilla de poder al fin hablar de cosas que realmente importaban; ¡y con una chica además! Hablaban también de libros, apenas si podían ocultar su urgencia por ponerse al día en todo aquello de lo que nunca antes habían hablado. Aun así, ciertas palabras jamás se pronunciaban entre ellos. En este caso, no porque la expresión fuera una trampa más de las que disponen los otros para engañar a los jóvenes. Sino por vergüenza. Porque él ni se atrevería a decirlo todo, aunque ella, por sentir angustia, fuera una persona de confianza. Ni hablaría jamás de la misión, aunque esa expresión tan perfecta, que él, por así decirlo, había creado, le ardiera en la boca, ansiosa por ser dicha.
Naturalmente, el hecho de que ella también sufriera había simplificado la forma de tratar a una muchacha, confiriéndole un carácter masculino. Empezó a tratarla como a un camarada.
Ella misma empezó a ostentar también con una modestia aureolada su propia angustia, como un nuevo sexo. Híbridos –sin haber escogido aún una forma personal de caminar, y sin tener aún una caligrafía definitiva, tomando cada día los apuntes de la clase con una letra distinta–, híbridos se buscaban, y apenas si podían disimular la gravedad. Una que otra vez, él sentía aún aquella incrédula aceptación de la coincidencia: él, que era tan original, ¡había encontrado a alguien que hablaba su idioma! Poco a poco, pactaron. Bastaba que ella dijera, como en clave, "ayer pasé una mala tarde", para que él supiera, austero, que sufría como él. Había tristeza, orgullo y audacia entre los dos.
Hasta que también la palabra angustia se fue secando, mostrando cuánto mentía el lenguaje hablado. (Ellos querrían algún día escribir). La palabra angustia empezó a adquirir ese tono que los otros usaban, y empezó a convertirse en un motivo de hostilidad entre ambos. Cuando él sufría, le parecía una metedura de pata que ella hablara de la angustia. "Ya superé esa palabra", él siempre superaba todo antes que ella, sólo después la muchacha lo alcanzaba.
Y poco a poco ella se cansó de ser a los ojos de él la única mujer angustiada. Aunque eso le confería un carácter intelectual, la muchacha también estaba en guardia ante aquella especie de equívocos. Porque los dos querían, sobre todo, ser auténticos. Ella, por ejemplo, no quería errores ni aun a su favor, quería la verdad, por peor que fuera. De hecho, a veces tanto mejor que fuera "por peor que fuera". La muchacha, sobre todo, ya había empezado a no sentir placer cuando se le condecoraba con el título de hombre a la menor muestra que presentaba de... de ser una persona. Esto, a un tiempo, la halagaba y la ofendía un poco: era como si a él le sorprendiera que ella fuera capaz, precisamente porque no la creía capaz. Pero, si no tenían cuidado, el hecho de que ella era mujer podría salir a flote de repente. Tenían cuidado.
Pero, como es natural, estaba la confusión, estaba la imposibilidad de explicar, y eso significaba tiempo que iba pasando. Meses, incluso.
Y, aunque la hostilidad entre los dos se intensificó gradualmente, como unas manos que están cerca y no se toman, no podían evitar buscarse. Y eso se debía a que –si en boca de los otros decirles "jóvenes" era una injuria– entre ellos "ser joven" era el mutuo secreto y la misma desgracia irremediable. No podían dejar de buscarse porque, aunque fueran hostiles –con el rechazo que sienten los seres de sexo distinto cuando no se desean–, aunque fueran hostiles, creían en la sinceridad de cada uno versus la gran mentira ajena. El corazón ofendido de ambos no perdonaba la mentira ajena. Eran sinceros. Y, por no ser mezquinos, pasaban por alto el hecho de que era muy fácil para ellos mentir, como si lo único que realmente importara fuera la sinceridad de la imaginación. Así siguieron buscándose, vagamente orgullosos de ser distintios de los otros, tan distintos que ni siquiera se amaban. Esos otros que no hacían más que vivir. Vagamente conscientes de que había algo falso en sus relaciones. Como si fueran homosexuales de sexos opuestos incapaces de unir, las desgracias de cada cual. Sólo estaban de acuerdo en el único punto que los unía: el error que había en el mundo y la tácita certeza de que, si ellos no lo salvaran, serían unos traidores. En cuanto al amor, no se amaban, era obvio. Ella ya le había hablado de la pasión que le había despertado hacía poco un maestro. Él había llegado a decirle –ya que ella era un hombre para él–, había llegado incluso a decirle, con una frialdad que inesperadamente se rompió en un horrible palpitar del corazón, que un muchacho está obligado a resolver "algunos problemas" si quiere tener la cabeza despejada para pensar. Él tenía dieciséis años y ella, diecisiete. El que él, con severidad, resolviera de vez en cuando algunos problemas, era algo que ni su padre sabía.
El hecho es que, habiéndose encontrado una vez en la parte secreta de sí mismos, habían surgido la tentación y la esperanza de algún día llegar al máximo. ¿A qué máximo?
¿Después de todo, qué querían? No lo sabían, y se usaban como quien se agarra de rocas pequeñas hasta que puede alcanzar por sí mismo la más grande, la díficil y la imposible; se usaban para ejercitarse en la iniciación; se usaban impacientes, ensayando uno con el otro la forma de agitar las alas para al fin –cada cual solo y libre– emprender el gran vuelo solitario que también significaría el adiós al otro. ¿Era eso? Se necesitaban temporalmente, irritados por la torpeza del otro, culpándose el uno al otro por no tener experiencia. Fallaban en cada encuentro, como si, en una cama, se desilusionaran. ¿Después de todo, qué querían? Querían aprender. ¿Pero qué? Eran unos torpes. ¡Oh! No podían decir que eran infelices sin sentir vergüenza, porque sabían que había gente que tenía hambre; ellos comían con hambre y con vergüenza. ¿Infelices? ¿Cómo?, si en realidad tocaban, sin ningún motivo, un grado tan extremo de felicidad que era como si el mundo se sacudiera y de ese árbolinmenso cayeran mil frutas. ¿Infelices? Si eran cuerpos con sangre como una flor al sol. ¿Cómo?, si estaban para siempre sobre sus propias piernas débiles, conturbados, libres, milagrosamente en pie; las piernas de ella depiladas, las de él indecisas pero rematadas en zapatos del 29. ¿Cómo podían ser infelices unos seres así?.
Eran muy infelices. Se buscaban cansados, expectantes, forzando la continuidad de esa comprensión inicial y casual que no había vuelto nunca a repetirse, y sin amarse siquiera. El ideal los sofocaba, el tiempo pasaba inútil, la urgencia los llamaba. No sabían hacia qué caminaban y el camino los llamaba. El uno le pedía mucho al otro, pero es que ambos tenían la misma necesidad, y nunca buscarían un compañero mayor que los guiara, porque no estaban tan locos como para entregarse así, sin más, al mundo hecho.
Algo que aún podría salvarlos era aquello a lo que nunca llamarían poesía. ¿Qué era la poesía, en realidad, esa palabra vergonzosa? ¿Era encontrarse cuando, casualmente, caía una lluvia repentina sobre la ciudad? ¿O tal vez mirar al mismo tiempo, mientras tomaban un refresco, el rostro de una mujer que pasaba por la calle? ¿O incluso encontrarse casualmente en la vieja noche de luna y viento? Pero, cuando ellos nacieron, ya la palabra poesía se publicaba sin ningún pudor en los suplementos dominicales de los periódicos. Poesía era una palabra de los mayores. Y ambos sentían una desconfianza enorme, como de animales. A los que el instinto advierte que algún día serán cazados. Ya los habían engañado mucho como para que pudieran creer a esas alturas. Y para cazarlos habría sido necesaria una enorme cautela, mucho olfato y mucha labia, y un cariño aún más cauteloso –un cariño que no los ofendiera– para, tomándolos por sorpresa, atraparlos en la red. Y, con más cautela aún para no despertarlos, para llevarlos sagazmente al mundo de los viciosos, al mundo ya creado; porque ése era el papel de los adultos y de los espías. Engañados desde hacía tanto, vanidosos de su propia amargura, sentían repugnancia por las palabras, sobre todo cuando una palabra –como poesía– era tan lista que casi expresaba, y entoncessí que quedaba claro lo poco que expresaba. Ambos sentían, en realidad, repugnancia por la mayoría de las palabras, cosa que estaba lejos de facilitar la comunicación, porque aún no habían inventado mejores palabras: sufrían constantes malentendidos, obstinados rivales. ¿La poesía? Oh, cuánto la detestaban. Como si tratara del sexo. También creían que los otros querían cazarlos, no para el sexo, sino para la normalidad. Eran miedosos, científicos, estaban exhaustos de experiencia. De la palabra experiencia sí, de ésa hablaban sin pudor y sin explicarla: la expresión cambiaba incluso constantemente de sentido. La palabra experiencia a veces se confundía también con la palabra mensaje. La usaban ambas sin ahondar mucho en su sentido.
De hecho, no ahondaban en nada, como si no hubiera tiempo, como si hubiera demasiadas cosas sobre las cuales intercambiar ideas. No se daban cuenta de que no intercambiaban ninguna idea.
Bueno, pero no era sólo eso, ni así de simple. No era sólo eso: en ese ínterin, el tiempo iba pasando confuso, vasto, entrecortado, y el corazón del tiempo era el sobresalto, y había ese odio contra el mundo que nadie les diría que era un amor desesperado y que era piedad, y había en ellos un escéptica sabiduría de viejos chinos, una sabiduría que de repente podría romperse y dejar al descubierto dos caras consternadas porque no sabían cómo sentarse con naturalidad en una heladería: todo, entonces, se rompía, poniendo de pronto en evidencia a dos impostores. El tiempo iba pasando, no intercambiaban ninguna idea y nunca, nunca se comprendían con la perfección de aquella primera vez en que ella dijo que sentía angustia y, por un milagro, él también dijo que la sentía, y se formó el horrible pacto. Y nunca, nunca pasaba nada que rematara al fin la ceguera con que tendían las manos, y los preparara para el destino que los esperaba con impaciencia, y los hiciera al fin decir adiós para siempre.
Tal vez estaban tan listos para soltarse uno al otro como una gota de agua a punto de caer, y sólo esperaban algo que simbolizara la plenitud de la angustia para poder separarse. Tal vez, maduros como una gota de agua, provocaron el acontecimiento que voy a referir.
El vago acontecimiento en torno a la casa vieja sólo se dio porque ellos estaban listos para eso. No era más que una casa vieja y vacía. Pero ellos tenían una vida pobre y ansiosa como si no fueran a envejecer nunca, como si nada fuera a sucederles jamás, y entonces la casa se convirtió en un acontecimiento. Volvían de la última clase del ciclo escolar. Habían tomado el autobús, se habían bajado e iban caminando. Como siempre, caminaban entre rápido y relajados, y de pronto despacio, sin coordinar nunca sus pasos, inquietos por la presencia del otro. Era un mal día para ambos, la víspera de vacaciones. La última clase los dejaba sin futuro y sin amarras, se sentían peor que nunca, mudos, con los ojos abiertos.
Esa tarde, la chica tenía los dientes apretados, lo miraba todo con rencor o ardor, como si buscara en el viento, en el polvo y en su propia extrema pobreza de alma una provocación más para la cólera.
Y el muchacho, en esa calle cuyo nombre ni siquiera conocían, el muchacho tenía poco del hombre de la Creación. El día estaba pálido, y el chico más pálido aún, involuntariamente joven, a la interperie, obligado a vivir. Estaba, empero, suave e indeciso, como si cualquier dolor sólo fuera a volverlo más joven, al contrario de ella, agresiva. Informes, como eran, todo era posible para ellos, a veces incluso permutaban sus cualidades: ella se volvía como un hombre y él adquiría una dulzura casi vil de mujer. En varias ocasiones él estuvo a punto de despedirse, pero, vago y vacío como estaba, no sabría qué hacer al volver a casa, como si el fin de las clases hubiera cortado el último vínculo. Así que continuó mudo tras ella, siguiéndola con la docilidad del desamparo. Sólo un séptimo sentido de mínima atención al mundo lo sostenía, atándolo en oscura promesa al día siguiente. No, ninguno era propiamente neurótico y –a pesar de lo que cada cual pensaba vengativametne del otro en los momentos de mal contenida hostilidad– el psicoanálisis, al parecer, no lo resolvería todo. O tal vez sí.
Era una de esas calles que desembocan frente al cementerio de São Jõao Batista, con polvo seco, piedras sueltas y negros parados en las puertas de los bares.
Los dos caminaban por la acera agujereada que apenas si los contenía, de tan estrecha. Ella hizo un movimiento –él pensó que iba a cruzar la calle y dio un paso para seguirla–, ella se volvió sin saber de qué lado estaba él, él retrocedió buscándola. En ese mínimo instante en que se buscaron inquietos, volvieron al mismo tiempo la espalda a los autobuses y quedaron de pie frente a la casa, con la búsqueda todavía en el rostro.
Tal vez todo se debió a que tenían la búsqueda en el rostro. O tal vez al hecho de que la casa estaba directamente arrimada a la acera y tan "cerca". Apenas si tenían espacio para mirarla, prensados como estaban en la acera absolutamente serena de la casa. No, no era por un bombardeo: pero era una casa rota, como diría un niño. Era grande, ancha y alta como las casonas del viejo Río. Una gran casa enraizada.
Con una indagación mucho mayor que la pregunta que tenían en el rostro, se volvieron descuidadamente al mismo tiempo, y la casa estaba tan cerca como si, saliendo de la nada, una súbita pared se hubiera lanzado contra sus ojos. Detrás de ellos, los autobuses; delante, la casa; no había manera de no estar allí. Si retrocedían, los golpearían los autobuses; si avanzaban, chocarían con la monstruosa casa. Estaban atrapados.
La casa era alta, y cerca, y no podían mirarla sin tener que levantar infantilmente la cabeza, y eso los volvió de pronto muy pequeños y convirtió a la casa en una mansión. Era como si nunca hubieran tenido nada tan cerca. La casa debía haber tenido un color. Y cualquiera que hubiese sido el color primitivo de sus ventanas, ahora eran sólo viejas y sólidas. Empequeñecidos, abrieron los ojos con asombro: la casa estaba angustiada.
La casa era angustia y calma. Como no lo había sido nunca ninguna palabra. Era una construcción que les pesaba a los dos chicos en el pecho. Una casona como quien se lleva la mano a la garganta. ¿Quién? ¿¡Quién la había construido, erigiendo aquella fealdad piedra sobre piedra, aquella catedral del miedo solidificado!? ¿O era el tiempo el que se había adherido a sus paredes simples y les había dado ese aire de estrangulamiento, ese silencio de ahorcado sereno? La casa era fuerte como un boxeador sin cuello. Y tener la cabeza pegada directamente a los hombros era la angustia. Miraron la casa como unos niños ante una escalinata.
Por fin ambos habían alcanzado inesperadamente la meta y estaban frente a la esfinge. Boquiabiertos, en la convergencia extrema del miedo y del respeto y de la palidez, ante aquella verdad. La desnuda angustia había dado un salto y se había puesto frente a ellos; y ni siquiera les resultaba familiar como la palabra que se habían acostumbrado a usar. Sólo era una casa gruesa, tosca, sin cuello, sólo era esa potencia antigua.
Soy, por fin, precisamente lo que buscaban, dijo la casa grande.
Y lo más gracioso es que no tengo ningún secreto, dijo también la gran casa.
La chica la miraba aletargada. En cuanto la muchacho, su séptimo sentido se había enganchado en la parte más interna de la construcción y sentía en la punta del hilo un mínimo estremecimiento de respuesta. Casi no se movía, temiendo espantar a su propia atención. La joven se había anclado en el espanto, temiendo salir de éste hacia el terror de un descubrimiento. En el instante en el que hablaran, la casa se desplomaría. Su silencio mantenía la casona intacta. Pero, si antes se habían visto forzados a mirarla, ahora, aunque les dijeran que el camino estaba libre para huir, se quedarían allí, atados por la fascinación y el horror. Mirando esa cosa construida tan antes de que ellos nacieran, esa cosa secular y ya vaciada de sentido, esa cosa que venía del pasado. Pero, ¿y el futuro? ¡Oh, Dios, danos nuestro futuro! La casa sin ojos, con la potencia de un ciego. Y, si tenía ojos, eran redondos ojos vacíos de estatua. Oh, Dios, no nos dejes ser hijos de este pasado vacío, entréganos al futuro. Querían ser hijos, pero no de este tieso cadáver fatal, no comprendían el pasado: oh, líbranos del pasado, déjanos cumplir con nuestro duro deber. Porque lo que los dos niños, querían no era la libertad; querían ser convencidos y subyugados y conducidos, pero tendría que ser por algo más poderoso que el gran poder que les latía en el pecho.
La chica desvió súbitamente el rostro, qué infeliz soy, qué infeliz he sido siempre, las clases se acabaron, ¡todo se acabó! –porque, en su avidez, era ingrata con una infancia que tal vez había sido alegre–. La chica súbitamente desvió el rostro con una especie de gruñido.
En cuanto la muchacho, ése rápidamente perdía píe en la vaguedad, como si se estuviera quedando sin ningún pensamiento. Aquello también era resultado de la luz de la tarde: era una luz lívida y sin hora. El rostro del muchacho estaba verdoso y sereno, y ahora ya no contaba con ninguna ayuda de las palabras de los otros: justo lo que, temerario, había aspirado a lograr algún día. Sólo que no contaba con la miseria que había en no poder expresar.
Verdes y con naúseas, no serían capaces de expresar. La casa era el símbolo de algo que jamás podrían alcanzar, ni aun con toda una vida de búsqueda de la expresión. Buscar la expresión, aunque les llevara toda la vida, sería un divertimento en sí mismo, amargo y perplejo, pero un divertimento, y sería una divergencia que poco a poco los alejaría de la peligrosa verdad... y los salvaría. A ellos, para colmo, que en la desesperada astucia de sobrevivir ya habían inventado un futuro para sí mismos: los dos iban a ser escritores, y con una determinación tan obstinada como si expresar el alma al fin la suprimiera. Y, si no la suprimía, sólo sería un modo de saber que se en miente en la soledad del propio corazón.
Mientras que con la casa del pasado no podrían jugar. Ahora tan más pequeños que ella, les parecía que sólo habían jugado a ser jóvenes perdidos de verdad. Como dirían los mayores, "estaban recibiendo su merecido". Y eran tan culpables como niños culpables, tan culpables como inocentes los criminales. Ah, si todavía pudieran apaciguar al mundo que ellos mismos habían exacerbado, asegurándole: "¡sólo estábamos jugando! ¡somos dos impostores!" Pero ya era tarde. "Ríndete sin condicionesy haz de ti una parte mía, que soy el pasado", les decía la vida futura. Y, por Dios, ¿en nombre de qué podría alguien exigirles que alimentaran la esperanza de que el futuro sería suyo? ¿Quién, pero quién se interesaría en aclararles el misterio, y sin mentir? ¿Había acaso alguien trabajando en ese sentido? Esta vez, mudos como estaban, no se les ocurriría siquiera acusar a la sociedad.
La joven había desviado súbitamente el rostro con un gruñido, una especie de sollozo o tos.
"Llorar en momentos como éstos es muy de mujer", pensó el muchacho desde el fondo de su perdición, sin saber qué quería decir con "momentos como éstos". Pero como ésa fue la primera solidez que encontró para sí mismo. Aferrándose a esa primera tabla, pudo volver trastabillante a la superficie y, como siempre, antes que la chica. Volvió antes que ella, y vio una casa en pie con un letrero de "se renta". Oyó el autobús a sus espaldas, vio una casa vacía y, a su lado, a la joven, que intentaba ocultar su rostro enfermizo del hombre ya despierto: intentaba, por algún motivo, ocultar su cara.
Él, aún vacilante, esperó cortés a que la chica se recompusiera. Esperó vacilante, sí, pero hombre. Delgado e irremediablemente joven, sí, pero hombre. Un cuerpo de hombre era la solidez que lo recuperaba siempre. Seguido, cuando lo necesitaba mucho, se convertía en un hombre. Entonces, con mano insegura, encendió sin naturalidad un cigarro, como si él fuera los otros, apoyándose en los gestos de la masonería de los hombres le ofrecía como sostén y camino. ¿Y ella?
Pero la chica salió de todo aquello con los labios pintados, con el rubor medio corrido, y ataviada con un collar azul. Plumas que un momento antes habían formado parte de una situación y de un futuro, pero ahora era como si no se hubiera lavado la cara antes de dormir y despertara con las marcas impúdicas de una orgía interior. Porque ella, seguido, era una mujer.
Con un cinismo reconfortante, el muchacho la miró curioso. Y vio que no era más que una chica
–Por aquí me quedo –le dijo entonces despidiéndose altivo; él, que ya ni siquiera tenía que volver a casa a ninguna hora y que sentía en el bolsillo la llave de la puerta.
Se despidieron, y ellos, que nunca se daban la mano, pues sería convencional, se dieron la mano, porque la chica, con la falta de gracia de tener en tan mal momento senos y un collar, había tendido torpemente la suya. El contacto de las manos húmedas palpándose sin amor turbó al muchacho como si se tratara de una operación vergonzosa, lo sonrojó. Y ella, con labial y rubor, intentó disimular su propia desnudez ataviada. Ella no era nada, y se alejó como si mil ojos la siguieran, esquiva en su humildad de tener una condición.
Viéndola alejarse, el muchacho la examinó incrédulo, con un interés divertido: "¿será posible que una mujer sepa realmente lo que es la angustia?" Y la duda lo hizo sentir muy fuerte. "No, las mujeres de hecho servían para otra cosa, eso era imposible negarlo". Y él lo que necesitaba era un amigo. Sí, un amigo leal. Se sintió entonces limpio y franco, sin nada que ocultar, leal hacia adelante, con la misma orgullosa inconsecuencia que hace relinchar al caballo. Ella, en cambio, se fue bordeando la pared como una intrusa, ya casi madre de los hijos que algún día tendría, su cuerpo presintiendo la sumisión, ese cuerpo sagrado e impuro al que tenía que cargar. El muchacho la miró, sorprendido de que lo hubiera timado tanto tiempo, y casi sonrió, casi sacudía las alas que acababan de crecerle. Soy un hombre, le dijo el sexo en oscura victoria. De cada lucha o descanso, salía más hombre, el ser hombre se alimentaba incluso de ese viento que ahora arrastraba polvo por las calles del cementerio de São João Batista. Ese mismo viento polvoroso que hacía que el otro ser, el hembra, se encogiera herido como si ningún abrigo fuera jamás a proteger su desnudez, ese viento de las calles.
El joven la vio alejarse, siguiéndola con unos ojos pornográficos y curiosos de los que no se libró ni el más humilde detalle de la chica. La chica que de pronto se echó a correr desesperadamente para no perder el autobús...
En un sobresalto, fascinado, el muchacho la vio correr como loca para no perder el autobús; intrigado, la vio subirse al autobús como un mono con falda corta. El falso cigarro cayó de su mano...
Algo incómodo lo había hecho perder el equilibrio. ¿Qué era? Un momento de gran desconfianza lo tomaba por asalto. Pero, ¿qué era? Urgente, inquietamente: ¿¡qué era!? Había visto correr a la chica, tan ágil aunque su corazón, lo adivinaba bien, estaba pálido. Y la había visto, tan llena de impotente amor por la humanidad, subirse como un mono al autobús –y la vio después sentarse queta y correcta, acomodándose la blusa mientras esperaba a que el autobús arrancara...– ¿Sería eso? Pero, ¿qué, en eso, lo llenaba de una atención desconfiada? Tal vez el hecho de que la chica había corrido en vano, porque el autobús aún no iba a salir, de modo que había tiempo... No hacía falta que corriera... Pero, ¿qué, en eso, lo hacía parar las orejas en una atención angustiada, con la sordera de quien jamás escuchará la explicación?
Acababa de nacer como hombre. Pero, apenas asumió su nacimiento, estaba ya asumiendo también ese peso en el pecho; apenas asumió su gloria, una insondable experiencia le dio la primera arruga futura. Ignorante, inquieto, apenas asumió la masculinidad, una nueva hambre ávida nació en él, una cosa dolorosa como un hombre que nunca llora. ¿Estaría sintiendo el primer miedo de que algo fuera imposible? La chica era una nulidad en aquel autobús detenido y, sin embargo, el muchacho, hombre que era ya, de repente necesitaba inclinarse hacia aquella nada, hacia aquella chica. Y ni siquiera inclinarse de igual a igual, ni siquiera inclinarse para conceder... Pero, encallado en su reino de hombre, la necesitaba. ¿Para qué? ¿Para recordar una cláusula? ¿Para que ni ella ni ninguna otra lo dejaran ir demasiado lejos y perderse? ¿Para sentir, en un sobresalto, como lo sentía entonces, que existía la posibilidad del error? La necesitaba con hambre para no olvidar que estaban hechos de la misma carne, esa carne pobre de la que ella, al subirse al autobús como un mono, parecía haber hecho un camino fatal. ¿Pero qué me está pasando? ¿¡Qué me está pasando?, se asustó.
Nada. Nada, y no hay que exagerar, sólo fue un instante de debilidad y de vacilación, nada más, no había peligro.
Sólo un instante de debilidad y de vacilación. Pero dentro de ese sistema de duro juicio final, que no permite ni un segundo de incredulidad porque de lo contrario el ideal se desploma, el muchacho observó aturdido la larga calle, y todo ahora estaba echado a perder y seco como si tuviera la boca llena de polvo. Ahora, y por fin solo, estaba indefenso, a merced de la mentira presurosa con que los otros trataban de enseñarle a ser un hombre. Pero, ¿y el mensaje? El mensaje hecho migajas entre el polvo que el viento arrastraba hacia las rejas de la alcantarilla. Mamá, dijo él.
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